Este era el lamento que continuamente se escuchaba en la ciudad de México: ¡Ay de mis hijos, que será de mis hijos!
Se daba el toque de queda en la catedral y todos los habitantes de la ciudad cerraban las puertas de sus casas con cuanto tuvieran a la mano. Se encerraban a piedra y lodo, pues nadie quería ni siquiera asomar los ojos hacia fuera.
Dicen que hasta los viejos soldados conquistadores, que demostraron su valentía en la conquista de México, no querían salir a la calle, al llegar esa hora terrible. Los hombres se encontraban cobardes y a las mujeres les temblaba todo el cuerpo; los corazones se sobresaltaban al oír este gemido terrible, largo, que penetraba hasta los huesos.
¿Quién podría ser el valiente que se atreviese a salir a la calle ante ese llanto que causaba profunda lástima y que se escuchaba noche a noche por la ciudad entera? ¡La llorona! Clamaba la gente y del puro susto apenas podían murmurar una pequeña oración y con la mano temblorosa hacían la señal de la cruz. Las mujeres oprimían sus rosarios con el corazón, cruces o imágenes que llevaban colgando de sus cuellos.
La ciudad vivía verdaderamente aterrorizada.
Cuando se escuchaban los gemidos de esta mujer, más de algún valiente quiso salir a ver quién era la persona que emitía esos gritos tan angustiosos, costándole en ocasiones a unos la vida o a otros el juicio que veían perdidos por el susto. Se decía que esto era cosa de ultratumba, pues si se tratara de gritos humanos, éstos no se escucharían a más de tres calles de distancia y sin embargo estos lamentos se oían por toda la ciudad; traspasaban paredes y todos los habitantes los escuchaban.
Hubo algunos envalentonados por el vino, que al salir de las tabernas pretendían ir a su encuentro, encontrando en esta hazaña la muerte. Otros quedaron locos de la impresión y los menos, no volvieron a intentar esta aventura y preferían quedarse encerrados en sus casas.
La llorona era una mujer que flotaba en el aire, con un vestido blanco y cubría su descarnado rostro con un velo muy suave, que permitía verle la calavera de su cara. Cruzaba toda la ciudad con mucha lentitud; unas noches por unas calles o plazas y otras por distintas callejuelas; dicen los que la vieron que alzaba los brazos y emitía aquel quejido angustioso que asustaba a todos los que la escuchaban: ¡Ay, ay de mis hijos, que será de mis hijos! Luego se desvanecía en el aire y se trasladaba a otro sitio a emitir sus quejidos.
De una calle a otra, recorría plazas diversas, hasta llegar a la Plaza Mayor; allí se ponía de rodillas, besaba el suelo y se ponía a llorar con mucha desesperación, terminando con un largo ¡Ayyy!
Se levantaba y se encaminaba hacia la orilla del lago caminando lentamente y ahí se perdía, se vaporizaba en el aire y se perdía de vista, no se sabe si se sumergía en las aguas o se disolvía, puesto que los que la llegaron a seguir, dicen que en este sitio se perdía de vista.
Esto pasaba todas las noches en la ciudad de México y verdaderamente tenía inquietos a los habitantes de la ciudad, pues nadie podía explicarse quien era esa mujer y cuál era la razón de sus lamentos.
Muchas eran las versiones que se daban en torno al suceso.
Unos decían que esta mujer había fallecido lejos de su esposo a quien amaba profundamente y que venía de ultratumba a verle y a llorarle, pues no podía estar con él, pues se decía que dicho caballero había vuelto a contraer nupcias con una bella dama y que ya la había olvidado completamente. Otras lenguas afirmaban que la mujer nunca pudo desposarse con el caballero, pues la sorprendió la muerte antes de que le diera su mano y la razón por la cual venía del más allá, era para volverle a ver, pues resultaba que el tal caballero se encontraba perdido en vicios que perturbaban su alma.
Al decir de otras gentes, se creía que la mujer era viuda y que se lamentaba de esta forma, porque sus hijos huérfanos estaban sumidos en la más honda desgracia, sin que ningún corazón se moviese por ayudarlos. También se corría la versión de que la mujer era una pobre madre a quien le asesinaron, a todos sus hijos y que su salir de la tumba era para llorarles.
Otros afirmaban que había sido una esposa infiel y que como no hallaba paz en la otra vida, venía del mundo de los muertos, con el fin de alcanzar el perdón por sus faltas cometidas en vida. Algunos decían que la mujer había sido asesinada por un marido celoso; se comentaba también que la famosa llorona era la célebre Doña Marina, quien de todos es sabido que vivió amancebada con el conquistador Hernán Cortés y que venía a este mundo con permiso del Cielo, a llenar el aire de lamentaciones, en franca señal de arrepentimiento, por haber traicionado a su pueblo, al ponerse del lado de los conquistadores españoles y que cometieron tantas brutalidades contra su pueblo.
Esta pobre alma viajaba por todo el país de México, llegando a cada ciudad en donde; en las noches de luna se veía pasar su silueta blanca y profiriendo sus espantosos lamentos que asustaban al ganado; se le llegó a ver hincada al pie de cruces; salía con gran misterio de las cuevas, donde habitaban salvajes fieras emitiendo siempre su lamento ¡Ay, ay de mis hijos, que será de mis hijos!
Esta leyenda de la llorona es muy antigua, sus orígenes se remontan al México Prehispánico, pues había la leyenda de que las mujeres muertas en parto, solían venir a este mundo en una fecha determinada del calendario, convirtiéndose en fantasmas para asustar en los caminos a quien se le pusiera enfrente.
Esta tradición se deriva también de las premoniciones que tuvieron los antiguos mexicanos antes de la llegada de los españoles, pues se afirmaba que salía una mujer del lago que angustiada decía: ¡Ay hijos míos, ha llegado ya la hora de vuestra destrucción!
Todavía hasta los primeros años del siglo XVII se siguieron escuchando los gritos de la llorona en las calles de la ciudad de México; misteriosamente despareció para siempre y ya no se volvió a escuchar su quejido angustioso por las noches y ya pudieron dormir tranquilos los habitantes de la ciudad de México.
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